martes, 24 de enero de 2012

Horst Paulmann, has creado un monstruo

Lo que más me llama la atención de la arquitectura es la capacidad que tiene para hablar, para proyectar de una manera estética todo lo referente a nuestra identidad, hablando a través del hormigón, del fierro, del policarbonato y de la madera, entre una infinidad de materiales más, dando tanta importancia a la belleza como a la funcionalidad.
Así ha sido siempre, desde que el ser humano vivía en las cavernas y se remitía a ocuparlas como refugio (el simple lado funcional) hasta las catedrales góticas de la edad media y todo su mensaje de devoción y adoración a Dios a través de la construcción de un lugar maravillosamente bello (el lado estético) para alabarlo.
La arquitectura habla por nosotros. Habla del contexto en el que nos desarrollamos, en el que vivimos. Cuando los pueblos desaparecen, dejan sus construcciones, sus edificios, sus mausoleos, como testimonio de su identidad, de sus singularidades, de sus costumbres, de sus gustos, de sus tradiciones…


     
Hay edificios, obras arquitectónicas como el NEMO (construido por la agencia Renzo Piano Building Workshop) cuya concepción y construcción responde a un concepto, a un tema que inspira la obra en sí. En este caso, el NEMO (que es un centro nacional de ciencia y tecnología en Holanda, algo así como el MIM de Santiago o el Planetario de la Usach) es un gran barco, un transatlántico prácticamente, que se ubica en una península y que dada su ubicación geográfica y su temática (un museo de ciencia y tecnología) se inspiró precisamente en un gran barco para tratar de dar vida a un muelle decadente que no atraía visitas ni turistas.

                            

Lo mismo pasa con The Deep (obra de Terry Farrell & Partners), un edificio que hace las veces de centro de aprendizaje, otra especie de MIM dedicado al mar y cuyo eje temático casa perfectamente con la tradicional herencia marítima y pesquera de la ciudad de Hull en Inglaterra, herencia entonces en grave decadencia cuando se ideó el proyecto de The Deep.
La idea engendrada por el comité para la construcción del edificio tenía como objetivo la creación de un símbolo para Hull, y qué mejor que inspirarse en esa herencia naviera y marítima propia de la ciudad, construyendo un edificio, un barco que parece adentrarse en el mar y sumergir a los visitantes junto con él y que habla de manera elocuente del contexto de la ciudad.
¿Pero qué inspiración tiene Costanera Center? ¿Qué es Costanera Center? El edificio más grande de Sudamérica en construcción, pero aparte de eso ¿qué es? ¿Qué trata de mostrar? ¿Cuál es su concepto, cuál es su inspiración? ¿Qué simboliza? ¿Simboliza algo? ¿A qué responde? ¿Qué trata de decirnos a nosotros como habitantes de Santiago y qué le dice a los turistas que visitan nuestra ciudad, de nosotros mismos?
No es nada. No dice nada. Es un edificio mudo, carente de sentido, de expresión. Es un simple edificio más, una vulgar mole de setenta pisos de altura cuya principal característica que lo diferencia de las decenas de grandes edificios de la zona de Sanhattan es… su altura…
No sobresale por nada más que por eso: por su altura… obedece sencillamente  a ese constante sentimiento de inferioridad que tenemos los chilenos con respecto a nuestros vecinos argentinos y brasileros, y a la idea de querer ser, de alguna manera, mejores que ellos, superiores en algún aspecto ¿Y cómo? Construyendo el edificio más alto de Sudamérica, aunque este edificio carezca completamente de gracia, de identidad propia, de un sello distintivo que lo erija como un símbolo no sólo de la pujante realidad financiera de nuestro país en general, si no que como un emblema arquitectónico de Santiago.
¿Qué es ese edificio al final? Una construcción carente de gusto, de identidad, de singularidad, una cuestión insípida, sosa, fome, casi absurda, sin razón de ser, sin señas de distinción, una vulgaridad arquitectónica más entre las tantas que llenan Santiago; den una vuelta por todo el sector de El Golf (nuestro Sanhattan), la costanera y Apoquindo y vean esos edificios de cristal reluciente, de aluminio plateado furioso que encandilan hasta la ceguera en los días de sol y que inevitablemente me recuerdan esa cosa sobrecargada, ostentosa, propia del boom económico chileno de los ochenta… con mucha ostentación pero nada de gusto.
Me acuerdo de la serie “Dinastía” o de “Miami Vice” y toda esa cosa escarmenada y brillante de esa época…
Los arquitectos chilenos siguen teniendo esa fijación casi patética con esa década, y si no hacen edificios cromados y rectilíneos, entonces construyen aberraciones arquitectónicas como la casa-lego del Chino Ríos.
De sólo acordarme de ese insulto a la arquitectura, de ese escupo en la cara del buen gusto, a la innovación, al riesgo, a la creatividad, a la belleza, se me revuelve la guata y miro con fascinación el Guggenheim que Frank Gehry construyó en Bilbao, todo el complejo de la Ciutat De Les Arts I Les Ciencies que Santiago Calatrava construyó en Valencia o el edificio de la Fuji en Odaiba, Japón.
¿Tendrían que haberlo hecho de adobe para que de alguna manera expresara en parte lo de la identidad chilena, esa cosa media de campo, de raigambre humilde y sencilla, de calidez y cariño por la tierra?
Por supuesto que no… Dar señas de identidad nacional no significa caer ni el chovinismo ni en la caricatura; tiene que ver con tener claro qué y cómo somos realmente, pero es evidente que aunque hayan pasado doscientos años todavía no lo tenemos para nada claro…
Qué lata ver cómo nuevamente se malgastan millones de dólares, mano de obra, fierro, hormigón, acero, vidrio y demases en una construcción muda, inexpresiva, absurda y que, como casi todo lo propiamente chileno, no es ni chicha ni limoná.